¿Qué es, en realidad, el producto interior bruto?
Una pregunta fácil, nos diremos. El PIB es la suma de todos los bienes y servicios que produce un país, ajustado conforme a fluctuaciones estacionales, la inflación y tal vez el poder adquisitivo
A esto Bastiat replicaría: se ha pasado por alto una parte importante de la visión de conjunto. Los servicios a la comunidad, los esfuerzos para no contaminar el aire, las aportaciones voluntarias no retribuidas: ninguna de estas cosas hace que el PIB suba ni un ápice. Si una mujer de negocios se casa con el hombre que limpia su casa, el PIB baja cuando el marido cambia su empleo por trabajo doméstico no remunerado. Pensemos, si no, en Wikipedia. Apoyándose en inversiones de tiempo más que de dinero, ha dejado en la estacada a la vieja Enciclopedia Británica, y de paso ha reducido ligeramente el PIB.
Algunos países sí incluyen una estimación de sus economías sumergidas. El PIB griego se elevó un 25% cuando en 2006 los estadísticos tuvieron en cuenta el mercado paralelo del país, y eso permitió que el gobierno suscribiera varios créditos sustanciosos justo antes de que estallara la crisis de deuda europea. Italia empezó a incluir su mercado sumergido en 1987, inflando su economía en un 20% de la noche a la mañana. «Una oleada de euforia sacudió a los italianos —informó el New York Times— cuando los economistas recalibraron sus estadísticas y contabilizaron por primera vez la formidable economía sumergida de evasores de impuestos y trabajadores ilegales del país.»
Y eso por no mencionar todo el trabajo no remunerado que ni siquiera se considera como parte del mercado paralelo, desde el trabajo voluntario hasta el cuidado de los niños y las tareas domésticas, lo cual en conjunto representa más de la mitad de la totalidad del trabajo. Por supuesto, podríamos contratar personas que limpien la casa o cuiden de los niños algunas horas, en cuyo caso se contabilizaría en el PIB, pero aun así la mayor parte de estas tareas la hacemos nosotros mismos. Añadir todo este trabajo no remunerado ampliaría el tamaño de la economía desde un 37% (en Hungría) hasta un 74% (en el Reino Unido). Sin embargo, como señala la economista Diane Coyle, «generalmente las agencias de estadísticas oficiales no se han molestado en hacerlo, quizá porque es un trabajo del que se encargan sobre todo las mujeres».
Ya que abordamos el tema, sólo Dinamarca ha intentado alguna vez cuantificar en su PIB el valor de dar el pecho. Y no es una cifra despreciable. En Estados Unidos, la potencial contribución de la leche materna se ha calculado en la increíble suma de 110.000 millones de dólares por año, casi tanto como el presupuesto militar de China.
El PIB tampoco es muy eficaz a la hora de calcular los avances en conocimiento. Nuestros ordenadores, cámaras y teléfonos son todos más inteligentes, más rápidos y más vistosos que nunca, pero también más baratos, y por consiguiente apenas cuentan. Mientras que hace treinta años aún debíamos pagar 300.000 dólares por un solo gigabyte de almacenamiento, hoy cuesta menos de 10 centavos. Esos asombrosos avances tecnológicos apenas figuran como una nimiedad en el PIB. Los productos gratuitos incluso pueden hacer que la economía se contraiga (como el servicio de llamadas de Skype, que costó una fortuna a las compañías de telecomunicaciones). Hoy, el africano medio con un teléfono móvil tiene acceso a más información que el presidente Clinton en la década de los noventa; sin embargo, la proporción atribuida al sector de la información en la economía no ha variado desde hace veinticinco años, antes de que tuviéramos Internet.
A esto Bastiat replicaría: se ha pasado por alto una parte importante de la visión de conjunto. Los servicios a la comunidad, los esfuerzos para no contaminar el aire, las aportaciones voluntarias no retribuidas: ninguna de estas cosas hace que el PIB suba ni un ápice. Si una mujer de negocios se casa con el hombre que limpia su casa, el PIB baja cuando el marido cambia su empleo por trabajo doméstico no remunerado. Pensemos, si no, en Wikipedia. Apoyándose en inversiones de tiempo más que de dinero, ha dejado en la estacada a la vieja Enciclopedia Británica, y de paso ha reducido ligeramente el PIB.
Algunos países sí incluyen una estimación de sus economías sumergidas. El PIB griego se elevó un 25% cuando en 2006 los estadísticos tuvieron en cuenta el mercado paralelo del país, y eso permitió que el gobierno suscribiera varios créditos sustanciosos justo antes de que estallara la crisis de deuda europea. Italia empezó a incluir su mercado sumergido en 1987, inflando su economía en un 20% de la noche a la mañana. «Una oleada de euforia sacudió a los italianos —informó el New York Times— cuando los economistas recalibraron sus estadísticas y contabilizaron por primera vez la formidable economía sumergida de evasores de impuestos y trabajadores ilegales del país.»
Y eso por no mencionar todo el trabajo no remunerado que ni siquiera se considera como parte del mercado paralelo, desde el trabajo voluntario hasta el cuidado de los niños y las tareas domésticas, lo cual en conjunto representa más de la mitad de la totalidad del trabajo. Por supuesto, podríamos contratar personas que limpien la casa o cuiden de los niños algunas horas, en cuyo caso se contabilizaría en el PIB, pero aun así la mayor parte de estas tareas la hacemos nosotros mismos. Añadir todo este trabajo no remunerado ampliaría el tamaño de la economía desde un 37% (en Hungría) hasta un 74% (en el Reino Unido). Sin embargo, como señala la economista Diane Coyle, «generalmente las agencias de estadísticas oficiales no se han molestado en hacerlo, quizá porque es un trabajo del que se encargan sobre todo las mujeres».
Ya que abordamos el tema, sólo Dinamarca ha intentado alguna vez cuantificar en su PIB el valor de dar el pecho. Y no es una cifra despreciable. En Estados Unidos, la potencial contribución de la leche materna se ha calculado en la increíble suma de 110.000 millones de dólares por año, casi tanto como el presupuesto militar de China.
El PIB tampoco es muy eficaz a la hora de calcular los avances en conocimiento. Nuestros ordenadores, cámaras y teléfonos son todos más inteligentes, más rápidos y más vistosos que nunca, pero también más baratos, y por consiguiente apenas cuentan. Mientras que hace treinta años aún debíamos pagar 300.000 dólares por un solo gigabyte de almacenamiento, hoy cuesta menos de 10 centavos. Esos asombrosos avances tecnológicos apenas figuran como una nimiedad en el PIB. Los productos gratuitos incluso pueden hacer que la economía se contraiga (como el servicio de llamadas de Skype, que costó una fortuna a las compañías de telecomunicaciones). Hoy, el africano medio con un teléfono móvil tiene acceso a más información que el presidente Clinton en la década de los noventa; sin embargo, la proporción atribuida al sector de la información en la economía no ha variado desde hace veinticinco años, antes de que tuviéramos Internet.
El PIB no sólo pasa por alto un montón de cosas valiosas sino que también se beneficia de toda clase de sufrimiento humano. ¿Atascos, drogadicción, adulterio? Son minas de oro para las gasolineras, centros de rehabilitación y abogados matrimonialistas. Para el PIB, el ciudadano idóneo sería un jugador compulsivo con cáncer que está atravesando un largo proceso de divorcio al que se enfrenta tomando Prozac a puñados y que consume desenfrenadamente en el Black Friday. La contaminación ambiental hace incluso doble turno: una empresa se forra saltándose la normativa, y se paga a otra para que limpie el desastre. En cambio, un árbol centenario no cuenta hasta que se lo tala y se vende la leña. Enfermedad mental, obesidad, contaminación, crimen... Desde la perspectiva de su contribución al PIB, cuanto más, mejor. Por ese motivo el país con el PIB per cápita más alto del mundo, Estados Unidos, es también el primero en problemas sociales. «Según los criterios del PIB —señala el escritor Jonathan Rowe—, las peores familias del país son, en realidad, las que se comportan más como familias, las que preparan sus propias comidas, dan un paseo después de cenar y conversan en lugar de entregar los hijos a la cultura comercial.»
El PIB es tan indiferente a la desigualdad en auge en la mayoría de los países desarrollados, como a las deudas que convierten vivir a crédito en una opción tentadora. En el último trimestre de 2008, cuando el sistema financiero global estuvo a punto de implosionar, los bancos británicos crecían más deprisa que nunca. Según el PIB, representaban el 9% de la economía británica en el peor momento de la crisis, casi tanto como el conjunto de la industria manufacturera. Y no olvidemos que en los años cincuenta su contribución aún era casi inexistente. Durante los setenta los estadísticos decidieron que sería buena idea medir la «productividad» de los bancos en función de su tendencia a asumir riesgos. Cuanto más riesgo, mayor su porción del pastel del PIB.
No es de extrañar, pues, que los bancos hayan incrementado los préstamos sin parar, azuzados por políticos convencidos de que la parte del pastel correspondiente al sector financiero es tan valiosa como la de toda la industria manufacturera. «Si la actividad bancaria se restara del PIB en lugar de sumarse —informó recientemente el Financial Times— cabría especular que la crisis financiera nunca se habría producido.»

En realidad, el director ejecutivo que vende temerariamente hipotecas y derivados para embolsarse millones en bonus contribuye más al PIB que toda una escuela repleta de profesores o una fábrica de coches llena de mecánicos. Vivimos en un mundo donde la regla imperante parece ser que cuanto más indispensable es nuestra ocupación (limpiar, cuidar, enseñar), menos se valora en el PIB. Como dijo en 1984 el premio Nobel James Tobin, «estamos dilapidando una parte cada vez más importante de nuestros recursos, incluidos nuestros jóvenes más preparados, en actividades financieras alejadas de la producción de bienes y servicios, en actividades que generan altas recompensas privadas que no guardan proporción con su productividad social»
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